Érase una vez un niño que tenía un cabreo tremendo. Estaba enfadadísimo y no paraba de darle vueltas a lo que le acababa de suceder. Y cuantas más vueltas le daba al asunto, más se cabreaba. ¡Menudo berrinche! Poseído totalmente por la rabia empezó a darle patadas a una piedra que encontró casualmente por el suelo y, patada a patada, sin darse ni cuenta, fue poco a poco alejándose de su pueblo. Pasó media hora y el niño continuaba caminando, dándole patadas a la piedra, ensimismado. Pasó otra media hora y el niño seguía con la cabeza agachada, andando concentrado tras los pasos de la piedra. Pasó otra media hora y, desorientado, por fin levantó la cabeza. Aunque había seguido todo el tiempo el mismo camino que atravesaba los campos, el niño se dio cuenta de que estaba completamente perdido. Nunca había llegado tan lejos en sus aventuras exploradoras. Y entonces lo vio. Vio que estaba en una vieja cantera abandonada y contempló abrumado montones y montones de polvo...