Érase una vez un niño que tenía un cabreo tremendo.
Estaba enfadadísimo y no paraba de darle vueltas a lo que le
acababa de suceder. Y cuantas más vueltas le daba al asunto, más se cabreaba. ¡Menudo
berrinche!
Poseído totalmente por la rabia empezó a darle patadas a una
piedra que encontró casualmente por el suelo y, patada a patada, sin darse ni
cuenta, fue poco a poco alejándose de su pueblo.
Pasó media hora y el niño continuaba caminando, dándole
patadas a la piedra, ensimismado.
Pasó otra media hora y el niño seguía con la cabeza agachada,
andando concentrado tras los pasos de la piedra.
Pasó otra media hora y, desorientado, por fin levantó la
cabeza.
Aunque había seguido todo el tiempo el mismo camino que
atravesaba los campos, el niño se dio cuenta de que estaba completamente
perdido. Nunca había llegado tan lejos en sus aventuras exploradoras.
Y entonces lo vio.
Vio que estaba en una vieja cantera abandonada y contempló abrumado
montones y montones de polvorientas piedras de todos los tamaños. En la vieja cantera
abandonada convivían bloques enormes con piedras mucho más pequeñas, como la
suya.
Y entonces lo comprendió.
Comprendió que ya no recordaba porqué se había enfadado y
pensó que, a lo mejor, y sólo a lo mejor, el motivo de su cabreo quizás no era
tan importante. Y sin pensarlo demasiado propinó un fortísimo puntapié a su
piedra que, inevitablemente, se unió al resto de piedras de la cantera,
confundiéndose entre ellas.
Metió sus manos en los bolsillos y, feliz, inició el largo
camino de regreso a casa.
Marcelo Morante
30/IX/2020
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