El pianista, lentamente, se dirigía hacia su instrumento.
Con seriedad religiosa levantó la tapa del teclado y ajustó la banqueta. Su estudiado
ritual continuaba siempre con la puesta en funcionamiento del metrónomo.
Hoy no hubo suerte y no consiguió tocar ni una sola vez la
pieza completa con la perfección técnica que su exigente oído de músico profesional
demandaba. “Mañana será otro día”, pensó, y abatido se retiró a descansar.
El segundo día, el pianista repitió con exactitud matemática
su habitual ceremonia. Levantó lentamente la tapa del teclado y posicionó a la
altura precisa su banqueta. Un milímetro más arriba o más abajo podrían marcar
la diferencia y, aunque pudiera parecer una tontería, ese pequeño matiz podía
hacer que el músico se sintiera incómodo y así nunca podría obtener el máximo
de su potencial.
Dio cuerda a su metrónomo y comenzó a practicar.
Nada que hacer. Alguna de las ejecuciones rozaron la calidad
que el pianista se autoimponía pero todavía seguía lejos de conseguir el dominio
absoluto de la obra.
Al siguiente día el músico se vistió con su camisa de la
suerte, la que utilizaba para los grandes conciertos y con la que siempre había
cosechado grandes éxitos. Volvió a levantar la tapa del teclado con estudiada profesionalidad
y volvió a recalcular la altura de su banqueta, aunque era improbable que el
pianista hubiera crecido esa noche.
Volvió a dar cuerda a su metrónomo y empezó a tocar. Ese día
las cosas iban mejor y el músico comenzó a exagerar teatralmente los
movimientos de sus dedos y de sus manos. Con un subidón de optimismo se vino
demasiado arriba e inevitablemente se desconcentró, estropeando así una ejecución
que hasta ese momento había sido bastante brillante.
Al cuarto día el pianista se afeitó y se colocó el reloj en
la mano derecha. Sólo se quitaba la barba los días en los que tenía grandes
actuaciones y cambiar el reloj de mano siempre le había dado buena suerte. Ese
día nada podía salir mal.
Levantó la tapa del teclado, ajustó la altura de la banqueta
y sólo entonces se decidió a poner en funcionamiento el metrónomo.
Practicó y practicó durante horas e incomprensiblemente las versiones cada vez
eran técnicamente peores, con errores impropios de su categoría, fruto sin duda, del
cansancio y de la creciente exasperación.
El último día, el pianista, completamente derrotado, se dirigió a su instrumento arrastrando
los pies y en pijama. Levantó la tapa del teclado y, por primera vez
en su vida, no comprobó la altura de la banqueta. Cogió el metrónomo y
enfurecido lo arrojó por la ventana de su habitación.
Inmediatamente se sintió liberado y al fin libre pudo centrarse
en producir música sin el rigor de la exactitud pendiendo amenazante sobre su cabeza. Sus
manos finalmente volaron libres y, aunque cometió algunos errores, aprendió a sonreír
con cada nota cambiada y a quitarle importancia a las pequeñas imprecisiones.
Su objetivo, de ahora en adelante sería tocar y sentir. Y disfrutar y reír. Y
transmitir.
Por su parte, el pobre metrónomo cayó violentamente sobre un contenedor de la basura y los operarios de la limpieza, con puntualidad matemática, lo transportaron junto al resto de los desperdicios a un vertedero donde con sus piezas, por fin, harían algo útil como un reloj o un mecanismo de una máquina precisa.
Eso sí, nada que tuviera que ver con la música.
Marcelo Morante
5/IX/2020
Esta genial , esta narración contiene una gran realidad . Muy bien hecho !👏🏻
ResponderEliminar