A mi maestro y
amigo Antonio Serrano
Érase una vez un niño que una tarde, tras las clases del
colegio, llegó a casa con un monumental cabreo.
Con un monumental cabreo y con un árbol muy pequeñito entre
las manos.
El viejo maestro, para celebrar el Día del Árbol, había
entregado a cada niño de su clase un arbolito para que lo plantaran en una
maceta cuando llegaran a sus hogares y cuidasen de él. De esta manera, los alumnos aprenderían,
a través de la responsabilidad y de la experiencia, la importancia de cuidar de
la naturaleza contribuyendo así a la mejora del medioambiente.
El niño, sin embargo, estaba muy cabreado. No entendía por
qué el maestro le había dado, justo a él, el árbol más pequeño de todos y el
único que era diferente a los demás.
“Siempre me porto bien y saco muy buenas notas.
¿Por qué me habrá castigado el maestro entregándome el árbol más raquítico de
todos los que tenía?” pensaba enojado el niño.
El pequeño no olvidaba cómo todos sus compañeros se habían burlado de él y de su ridículo árbol durante la clase, pero sobre todo a la salida del colegio.
“Todos sonrientes con sus hermosos pinos relucientes y a mí me ha
tocado un mísero algarrobo. Un algarrobo… El único que había, ¡y me toca a mí!”
se torturaba mentalmente una y otra vez nuestro enfadado protagonista.
El maestro, para redondear la nefasta jornada, había explicado en clase que los algarrobos daban
unos frutos con los que se alimentaba a los cerdos, lo que había provocado automáticamente
más risas y mofas de los compañeros.
“Un árbol para engordar a los cerdos, ¡menudo regalo!
Mientras que los pinos son árboles elegantes y altos, los algarrobos sirven
para alimentar a unas criaturas repugnantes… ¡Vaya suerte la mía! Menos mal que
mañana es sábado y no tendré que soportar más burlas…” rumiaba de nuevo el niño gruñón.
Al día siguiente, tras haber dormido, el enfado no había
desaparecido. Así que cogió su bicicleta y se dirigió hacia la casa de la
huerta, donde solían pasar los veranos y los fines de semana.
El niño, que era muy observador y se había criado en una
familia de campesinos, durante el breve paseo en bici reconoció varios cipreses
espléndidos, enormes palmeras que desafiaban las leyes de la gravedad, algunas frondosas
moreras que regalaban invitantes y frescas sombras a los acalorados agricultores y decenas y decenas de pinos. Y más pinos…
Pero no vio ni un solo algarrobo.
Y entonces entendió a su maestro y comprendió el maravilloso
regalo que éste le había hecho.
Todavía hoy, muchos años después, el enorme algarrobo de la
casa de la huerta sigue siendo el árbol más hermoso de los alrededores. Al
menos para mí.
Y para mi maestro.
Marcelo Morante
23/IX/2020
Me encanta, y más el hecho por el que lo has escrito.
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