Mi padre, que ha pasado toda su vida en la huerta, una vez me contó una historia.
Una historia que dice más o menos así...
Hace muchos, muchos años, un niño que trabajaba fatigosamente en mitad de un bancal encontró por casualidad una pequeña escultura que representaba a un poderoso guerrero ataviado con una espada y un escudo. El fiero soldado también llevaba en la cabeza un imponente casco de guerra.
El niño, sorprendido y a la vez contento, cogió su guerrero y atándolo a su bicicleta se lo llevó a casa, donde lo guardó cuidadosamente en el cuarto que compartía con sus hermanos.
Pasó el tiempo y un día tórrido de verano llegó a la casa de la huerta un coche lujoso conducido por un forastero de extraño acento que empezó a hacer fotos a todas las cosas que le llamaban la atención: a la madre del niño que iba enlutada de los pies a la cabeza desde que un hermano suyo falleció en la guerra, al padre que en mitad del campo manejaba con destreza un arado tirado por un caballo, a la cuadrilla de niños que semidesnudos habían acudido a ver de cerca al curioso viajero...
El extranjero, contento, regaló algunas de las fotografías a los niños, junto con algunos dulces. Y los padres, mostrando una generosidad de la que sólo los más pobres saben hacer gala, invitaron a comer al turista francés.
Como buenos huéspedes, enseñaron la casa a su invitado que, entre foto y foto vislumbró la estatua del guerrero y, maravillado por su belleza y antigüedad, se la quiso llevar inmediatamente a su país.
Unas pocas monedas y el poderoso soldado cambio de manos entre los sollozos inconsolables del niño.
Dicen que desde entonces por las noches, en una de las salas reservada a esculturas íberas del Museo del Louvre, se oyen amargos lamentos y lloros y que cuando los vigilantes nocturnos llegan, no encuentran señal de alma viva.
Normal. París y el Louvre son bonitos, por supuesto, pero ellos no pueden saber que la huerta de mi padre lo es más.
Marcelo Morante
7/XII/2021
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