Un día conocí al niño más rápido del mundo.
En realidad no estoy seguro de que ese niño, justo ese niño, fuese el más rápido del mundo, pero sí que sé que era capaz de correr bastante rápido.
Cuando el niño más rápido del mundo corría era feliz. Tan feliz, tan feliz que cuando el aire rebotaba en su cara a toda velocidad, su rostro en vez de manifestar dolor o concentración como el de los otros niños, mostraba una hermosa sonrisa de dientes desiguales.
Una vez le pregunté si soñaba con ser campeón olímpico y él muy serio me contestó que no, que él sólo quería correr. Correr, correr... Y corriendo corriendo tras sus sueños, dejar atrás los problemas y poder ser finalmente feliz. Porque, aunque el niño más rápido del mundo sonreía mucho, en el fondo, muy en el fondo se podía percibir un profundo dolor.
Cuando hablabas con él, sus comentarios muchas veces no tenían nada que ver con lo que le habías preguntado y era muy habitual que, sin mediar una explicación, saliese corriendo buscando otras metas. Así sin pensar, respondiendo a un impulso que sólo él parecía escuchar.
Y un día, sin mediar palabra, me sonrió y salió corriendo.
No lo he vuelto a ver.
Pero sé que allá donde esté seguirá corriendo y seguirá sonriendo buscando la felicidad. Dejando los problemas atrás.
Sólo queda desearle mucha suerte... Así que, ¡mucho ánimo, campeón!
¡El mundo está repleto de caminos que recorrer!
Marcelo Morante
13/VI/2022
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