Una vez, durante una de sus largas travesías alrededor del mundo, Inés Temperina, sin darse ni cuenta, llegó al lejano, lejanísimo país de los Yoyós.
Enseguida fue asaltada por un curioso personaje que, sin preámbulos, empezó a decirle:
⁃ Sepa usted, señorita, que yo, Narciso Egocentricus, soy la persona más importante de este reino. Yo soy el más rico comerciante del país y además yo soy muy famoso. Yo, yo, yo...
Y sin dar a la niña la posibilidad de responder se marchó sin despedirse.
Un momento después apareció otro extraño personaje con la misma cara del anterior y vestido muy elegantemente. Sin mirar en ningún momento a los ojos a Inés Temperina, alzó el índice de su mano derecha al cielo y con voz atronadora dijo:
⁃ Sepa usted, señorita, que yo, Narciso Engreidus, soy el más inteligente del país. Yo he tenido multitud de amantes y gracias a mí, el sol sale todos los días y la tierra puede girar sobre sí misma. Yo, yo, yo...
Y ante el asombro de Inés Temperina, se dio la vuelta y se marchó hablando para sí mismo y gesticulando ampliamente con las manos.
Poco después llegó hasta la niña otro extraño habitante del país de los Yoyós, ¡también con la misma cara que los anteriores! Y que, vestido de un modo muy desaliñado, repetía una y otra vez de manera obsesiva:
⁃ Yo, Narciso Arroganticus, soy el mejor. Yo soy el más trabajador. Sólo yo soy capaz de solucionar todos los problemas. Yo, yo, yo…
Y a la pobre Inés Temperina, cansada y aburrida de tanto yoyó, no le quedó más remedio que salir corriendo de aquel horrible país sin mirar atrás. Ante tanta arrogancia, la niña llegó a la sabia conclusión de que la huida era la única solución posible.
Mientras atravesaba a toda velocidad la frontera de regreso a casa, se prometió a sí misma que nunca, nunca más volvería a ese reino en el que habitaban tantos engreídos.
Y tantos mentirosos.
Marcelo Morante
26/V/2022
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