A nuestro amigo Hugo, que es capaz de soñar con los ojos abiertos.
Hugo todavía no había cumplido los dos años y ya estaba completamente enamorado. Perdidamente enamorado de la luna.
Tan enamorado, tan enamorado que todas las noches esperaba impaciente la visita de su amada que, presumida, se acercaba puntual hasta su ventana. Por eso Hugo no dormía por las noches.
La vanidosa luna no siempre acudía a la cita con Hugo y no sólo porque, engreída como era, le gustase hacerse de rogar, no. Hay que entenderla: No todas las noches era capaz de recordar el camino que le conducía a Hugo y además, desde la inmensidad de la altura celeste, todas las casas le parecían iguales. En otras ocasiones eran las nubes las que obstaculizaban su vista.
Cuando esto último sucedía, Hugo y su abu habían inventado un truco infalible que despejaba el cielo inmediatamente y permitía que la luna brillara de nuevo entre la bruma nebulosa. Bueno, un truco casi infalible: Con sus pequeñas manos Hugo lanzaba una cuerda invisible a las inoportunas nubes y haciendo mucha fuerza con los brazos, y apretando mucho los dientes, conseguía despejar el cielo, disfrutando nuevamente de la visión de su amada.
Y la coqueta luna, noche tras noche sin darse ni cuenta se fue enamorando también de Hugo. Hasta tal punto se enamoró del niño que, para no volver a perderse en la oscuridad de la noche cuando viajaba hacia la ventana del pequeño, la luna regaló a Hugo parte de su luz.
Y los ojos de Hugo desde esa noche brillaron con la luz mágica de la luna.
Y el niño, que no iba a ser menos, regaló a la luna el embrujo de su sonrisa.
Dicen que desde entonces, todas las noches, desde su atalaya privilegiada la luna enamorada regala la mejor de sus sonrisas a los luminosos ojos de Hugo.
Marcelo Morante
28/VII/2021
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