Un día, uno de los inspectores de calidad de la gran fábrica de ollas y cacerolas encontró un producto defectuoso. Observándolo con detenimiento concluyó que el objeto en cuestión no cumplía con los estándares de calidad que la reputada empresa exigía.
En primer lugar, su forma era ligeramente diversa a la de las demás cacerolas y además observó unos niveles incorrectos en la aleación del metal.
Inaceptable.
Así que, sin muchos miramientos, arrojó la cacerola al contenedor de la basura.
Y fue allí, rebuscando entre los desperdicios del fondo de un contenedor de basura donde el niño más pobre del pueblo encontró, ante su asombro, una flamante olla cobriza un poco torcida. El pequeño, maravillado con su nuevo descubrimiento, comenzó a jugar con la cacerola imaginando que se había convertido en un famoso chef que preparaba elaborados platos de cocina compuestos por delicioso barro y aderezados con jugosas hojas de morera.
Cuando ya estaba anocheciendo, el niño más pobre del pueblo se dirigió con su reluciente cacerola hacia su casa, que también era la casa más pobre del pueblo.
La madre del niño más pobre del pueblo quedó maravillada con la cacerola que, pese a su pequeño defecto de fabricación, era perfectamente aprovechable en su modesta cocina.
Dicho y hecho. Cuando llegó el domingo, la mujer comenzó a preparar la comida en la cacerola defectuosa y ante su sorpresa observó que los escasos ingredientes que iba añadiendo al guiso no sólo se cocían estupendamente sino que, además la cantidad de comida producida era mucho mayor de la que había inicialmente calculado.
“Qué raro” pensó. “He puesto la misma cantidad de ingredientes que siempre, pero he obtenido mucha más cocido que en otras ocasiones…"
El caso es que aquel domingo por primera vez sobró comida en la casa más pobre del pueblo. Tanto, tanto cocido quedó en la cacerola que decidieron compartir con los vecinos, aunque últimamente éstos les habían tratado con un cierto desprecio.
Curiosamente la olla, ante el asombro de todos, lejos de vaciarse, cada vez parecía tener más y más comida.
Y hubo que invitar también a una pareja muy elegante que paseaba por la calle y que aceptó la invitación a regañadientes, desconfiando del aspecto descuidado del niño más pobre del pueblo.
Y también hubo que invitar a unos amigos que vivían dos calles más arriba, en la zona rica, y que hacía mucho tiempo que no descendían a visitarles.
Y también hubo que invitar a los parientes que habitaban a varias manzanas de distancia y que, con disimulo, miraban para otro lado cuando coincidían por la calle con la madre del niño más pobre del pueblo...
Y pronto todo el pueblo, armado con platos y cucharas, se reunió en la puerta de la casa más pobre, esperando pacientemente su ración generosa del más increíble cocido con pelotas jamás cocinado.
Ese domingo pasó a la historia de mi pueblo porque en ese día, por primera vez, nadie pasó hambre. Y todo el mundo comió y bailó celebrando una gran fiesta. Incluso el enfurruñado inspector de calidad de la fábrica de cacerolas tuvo su ración suculenta de comida.
Qué bonito sería, ¿verdad?
Me gusta pensar que si de verdad nos lo propusiéramos todo esto que pasó una vez en un cuento podría fácilmente hacerse realidad.
Incluso sin necesidad de cacerolas mágicas con el corazón de oro.
Marcelo Morante
2/III/2021
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