Hace muchos, muchos años vivía en San Gimignano un modesto
constructor de marionetas. Su taller se encontraba en una de las casas más
humildes del pequeño pueblo y estaba rodeado por dos de las familias más
potentes de la región.
A su izquierda estaba la mansión de una gran familia de prósperos
mercaderes de azafrán y a su derecha se ubicaba el enorme palacio de una noble familia local
que gracias a inteligentes alianzas políticas había alcanzado una posición de
gran prestigio social y económico.
Cuentan que un día el rico mercader de azafrán se acercó al
taller del constructor de marionetas y con gran arrogancia le dijo:
-
Quería ofrecerte un gran negocio, vecino. El
comercio del azafrán va cada vez mejor y estoy ganando muchísimo dinero. No me
voy a andar con rodeos: Quisiera ampliar mi mansión y para ello necesito comprar
tu taller. A cambio te ofrezco una generosa suma de dinero y un puesto de
trabajo en una de las actividades más florecientes de toda la Toscana. Del pobre aspecto de
tu casa deduzco que los negocios no van especialmente bien…
-
Mi taller no está en venta, amigo – respondió
tranquilo el artesano - Vender mi taller equivaldría a vender mi alma. Aquí soy
feliz y no necesito más dinero, aunque me alegra mucho saber que estás convirtiéndote en una persona muy rica y que tu familia prospera.
El mercader de azafrán, herido en su orgullo, se marchó muy
enfadado a su palacio y decidió que, si no
podía ampliar su residencia, mandaría construir la torre más alta del pueblo para que todos supieran quién era el ciudadano más rico y más potente de San
Gimignano.
Y así lo hizo. En poco tiempo construyó en una de las
esquinas de su palacio una soberbia torre que era con diferencia la más alta del lugar y cuya silueta se divisaba desde varios kilómetros a la redonda.
El humilde artesano de marionetas, por su parte, miraba con una cierta
indiferencia la nueva torre construida por el mercader de azafrán y concentrado
en su labor seguía construyendo marionetas y títeres con los que divertía a niños y
mayores. Su mundo era sencillo y sus mayores diversiones eran el trabajo con sus
propias manos y el olor a madera.
Sin embargo, su otro vecino, el perteneciente a la familia de origen noble, en secreto moría de la envidia y por las noches tramaba su venganza
hacia el arrogante mercader.
Mediante una arriesgada alianza política, el ávido noble consiguió
el favor de la República de Siena y con su apoyo alcanzaron una gran victoria
contra sus rivales de Florencia. La República de Siena, como agradecimiento, entregó a su colaborador de San Gimignano una ingente cantidad de dinero y unas
ricas tierras en las que se producía uno de los mejores vinos Chianti de toda
la Toscana. Satisfecho, el noble hizo construir una enorme torre un metro más
alta que la de su vecino, el comerciante de azafrán. Así, afianzó su poder en el pueblo y dejó bien claro quién era el más poderoso del lugar.
Los espectáculos de títeres de la época cuentan, como si fueran un telediario, que menos de
un año después de la construcción de la segunda torre hubo un terrible terremoto que sacudió la ciudad de San
Gimignano y que la torre del mercader de azafrán, demasiado alta y sustentada
por unos débiles cimientos, no resistió el espantoso seísmo y se desplomó sobre
el palacio del rico comerciante, destrozando también su lujosa mansión y
dejándolo en la más absoluta pobreza.
Cuentan también los espectáculos de marionetas medievales que poco tiempo después, una incursión del ejército florentino arrasó con la torre del
noble aliado de la República de Siena. Derribando su torre aplastaron su honor
y, no contentos con la terrible humillación pública, le arrebataron también
todas sus preciosas posesiones, dejándolo completamente arruinado.
Dicen que los dos engreídos vecinos abandonaron derrotados una
noche San Gimignano y que por vergüenza no volvieron nunca más. Dicen también
que de sus soberbias torres hoy en día no queda ni rastro pero que curiosamente
el humilde taller del constructor de marionetas resistió al paso del tiempo y
que todavía sigue en pie.
De hecho, creo que una vez Inés encontró por casualidad la vieja casa del
titiritero…
Pero yo sólo soy un cuentista. Y cada vez que miento me
crece un poquito más la nariz.
Y colorín colorado…
Marcelo Morante
17/VIII/2020
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