Érase una vez un niño que jugaba al fútbol en la orilla de
la playa.
El pequeño estaba disputando un partido emocionantísimo
contra un rival muy potente. Con su pelota roja driblaba adversarios una y otra
vez y esquivaba zancadillas de los defensores con gran habilidad. El niño
estaba exhausto de tanto correr arriba y abajo por la playa con su balón pero
no desfallecía. El público enfervorizado coreaba desde las gradas del estadio
su nombre: “¡Lucas, Lucas!”
En un último intento desesperado el niño se dirigió con gran
habilidad, o al menos eso creía él, hacia la meta contraria. Cuando se disponía
a golpear la pelota tropezó contra un montón de arena y cayó de bruces.
-
¡Penalti, penalti, árbitro! – gritó Lucas enfadado
desde el suelo.
-
¡Penalti, clarísimo! – confirmó el abuelo desde
su tumbona. – Además es el último minuto. Sólo queda tiempo para un último
lanzamiento – añadió muy serio consultando el reloj. “Ya es casi la hora de
volver a casa” pensó.
-
¡Lo tiro yo, lo tiro yo! Para eso soy el
capitán. Es un tiro muy importante, si lo meto seremos campeones del mundo – se
repetía a sí mismo el niño para infundirse valor.
No todos los días uno tiene la posibilidad de tirar un
penalti en una final del mundial… ¡Y en el último minuto!
Lucas, ceremoniosamente depositó el balón en el suelo y caminó
hacia atrás unos pasos. Imitando a sus ídolos de la televisión respiró hondo
varias veces, tomó carrerilla y golpeó el balón con todo el alma consiguiendo
un derechazo increíble que, como un cohete, volaba hacia la portería rival. El hábil
portero no se dejó sorprender y se lanzó como un león, pero el tiro de Lucas irremediablemente
se coló por toda la escuadra.
-
¡Gol, gol, gol! - gritaba poseído el niño
corriendo por la playa y tirándose de rodillas de vez en cuando con los puños
en alto.
-
¡Campeones del mundo, Lucas! ¡Somos campeones
del mundo! – vociferaba el abuelo tratando de alcanzar al gran capitán para
fundirse en un abrazo victorioso.
Sólo un rato después, cuando la euforia ya estaba pasando,
Lucas se dio cuenta de que su pelota roja no estaba. Su derechazo debía haber
atravesado la red y el balón había terminado en medio del mar que, embravecido,
lo había engullido sin dejar ni rastro de él.
-
Abuelo, mi balón… - sollozó el niño señalando
las olas.
-
El mar es caprichoso, Lucas, y avaricioso.
Siempre quiere poseer las cosas más valiosas. Por eso se ha cogido tu balón
rojo, el balón que ha valido un mundial. Si nos metemos ahora en la corriente
es capaz de engullirnos también a nosotros. Yo ya soy viejo y valgo poco, pero
tú eres todo un campeón del mundo – contestó muy seriamente el abuelo – No
podemos arriesgarnos. Piensa que a veces el mar es capaz incluso de hundir
barcos enormes sólo para quedarse con sus tesoros.
Lucas se quedó muy pensativo y al rato dijo:
-
Abuelo, ¿mañana buscamos un tesoro de esos que
ha robado el mar a los piratas?
-
Claro, Lucas. Eso está hecho – sonrió el abuelo.
- Pero cerca de la orilla…
El abuelo agarró con su enorme mano la pequeña mano de su
nieto e iniciaron lentamente el camino de regreso a casa.
El abuelo nunca dejaría que le robasen el tesoro más grande
del mundo.
Marcelo Morante
30/VI/2020
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