Cuando llegaba a cinco mil, Tommaso cogía su silla y se volvía a casa.
Mientras se quitaba el sombrero y colgaba la chaqueta en el perchero pensaba: "Hoy ha ido especialmente bien. Ni siquiera son las 11 de la mañana..."
En otras épocas del año el número de visitantes era más reducido, pero con la llegada del buen tiempo y de las vacaciones, Milán se llenaba de turistas.
Tommaso se tomaba muy en serio su trabajo: Todas las mañanas llegaba puntual al Duomo y se colocaba a la salida del Metro, dando la espalda a la catedral. Se sentaba en su silla y a las 8 en punto comenzaba a contar, porque Tommaso era contador oficial con titulación y todo, y su especialidad era la de contar la maravilla pintada en el rostro de los visitantes que, asombrados, subían las escaleras del Metro y se encontraban de bruces con la gran catedral milanesa.
- "Uno, dos, tres, cuatro..." - Había que ser muy rápido contando la maravilla pintada en los rostros, y Tommaso lo era.
- "Ciento doce, ciento trece, ciento catorce..." - ¡Mucha atención a esa excursión escolar, corren que vuelan!
- "Mil setecientos cuatro, mil setecientos cinco, mil setecientos seis..." - ¡Humm, creo que algún turista japonés se me ha escapado!
- "Cuatro mil trescientos ventiseis, cuatro mil trescientos veintisiete, cuatro mil trescientos veintiocho..." - La mirada de sorpresa de esa niña vale por tres.
Así, hasta cinco mil.
Y de esa manera, todos los días Tommaso se alimentaba de la maravilla.
Marcelo Morante
4/VIII/2023
Comentarios
Publicar un comentario