Siempre he creído en la existencia de los ángeles.
Eso es probablemente porque siempre he estado con la cabeza en las nubes, cerca de donde suelen estar los ángeles.
También estoy convencido de que los ángeles realmente existen porque he conocido a varios en mi vida. Alguien desconfiado podría pensar que creo en la existencia de los ángeles porque he pasado mucho tiempo leyendo cuentos y estudiando música. También puede ser.
Si en vez de haber nacido soñador hubiera nacido con vocación de ingeniero o de contable probablemente no creería en los ángeles. Reconozco que, desde un punto de vista racional, es difícil demostrar que los ángeles realmente existen. Sin embargo puedo afirmar, sin margen de error, que cuando llegué a mi nuevo colegio conocí a un ángel. Y lo puedo demostrar.
Sólo un ángel podría ser siempre agradable y simpático, independientemente del humor del día o del estado de la salud de la jornada.
Sólo un ángel podría ser siempre discreto y dulce en el trato, pese a las tormentas interiores que, sin duda, muchos días amenazaban su inquebrantable alegría.
Sólo un ángel podría preparar con sus angelicales manos los dulces que, semana tras semana, me daba a probar. Aun cuando casi todavía no me conocía.
Sólo un ángel podría desaparecer para siempre un día sin avisar y no volver nunca más a dejarse ver. Porque sólo un ángel puede volar tan rápido con la ayuda de sus alas. Tan rápido, tan rápido que sin darme ni cuenta, no me dio tiempo ni a decirle adiós.
Tan rápido se fue que todavía hoy puedo vislumbrar su rostro por los pasillos de mi colegio. Eternamente sonriente.
Sólo un ángel podría conseguir eso.
Y reto a todos los hombres y mujeres de ciencia del mundo a que me demuestren lo contrario.
Marcelo Morante
18/II/2021
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