El caminante era feliz cuando caminaba. Tan feliz, tan feliz que, aunque muchas veces se equivocaba de camino y tenía que deshacer todo lo andado hasta ese momento, no tenía ningún problema en volver a empezar desde el principio.
Sin prisa. El caminante siempre caminaba despacio, disfrutando del paisaje y escuchando atentamente a todos los que se encontraba en su camino.
El caminante caminaba y caminaba, aunque muchas veces no sabía ni hacía dónde se dirigía.
Y cuando llegaba a una bifurcación y tenía que elegir irremediablemente una dirección, a la derecha o a la izquierda, el caminante siempre dejaba que fuera su instinto el encargado de decidir el rumbo que tomarían sus pasos a partir de entonces. Y con los ojos cerrados elegía. Y caminaba y caminaba. Sin mirar atrás.
Y si el camino no llevaba a ningún sitio, o terminaba bruscamente en un barranco insalvable, volvía hacía atrás y rehaciendo sus pasos tomaba el camino descartado inicialmente.
Muchas veces el caminante cruzó su camino con el del poderoso tren y admirando su potencia permanecía absorto viéndolo alejarse envuelto en una nube de humo. Sin duda el tren ofrecía muchas ventajas a quien tenía prisa y sabía exactamente hacía dónde se dirigía, pero aunque muchas veces estuvo tentado de viajar en uno de esos veloces prodigios de la técnica, en su interior sabía que los ferrocarriles no estaban hechos para él.
Lo que más aterraba de los trenes al caminante eran sin duda los raíles. Tan gruesos y tan rígidos que, una vez dentro de ellos, no te dejaban escapar y te obligaban a seguir un camino ya trazado.
¡Con lo que a él le gustaba caminar sin saber hacia dónde ir!
El caminante caminaba y caminando hacía camino… Y de vez en cuando encontraba metas.
A veces por casualidad.
Marcelo Morante
9/I/2021
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