El otro día me compré unos zapatos nuevos.
Unos zapatos preciosos y muy elegantes.
Pensé que ya era hora de retirar mis viejas zapatillas
deportivas y empezar a vestir, de una vez por todas, como un profesor respetable.
A mí siempre me ha gustado llevar zapatillas de deporte
porque me siento muy cómodo con ellas y creo que así mantengo una imagen un
poco más juvenil. ¡Qué cosas!
El caso es que el otro día decidí que había llegado el
momento de madurar de una vez por todas y, sin meditarlo demasiado, me compré
unos zapatos divinos que me proporcionaron, casi por primera vez en mi vida, un
aspecto muy distinguido.
Y con ellos me fui al trabajo.
¡Tendríais que ver cómo me miraban mis compañeros y mis
alumnos!
En sus ojos veía una enorme admiración y sorpresa.
Es verdad que los zapatos me hacían un daño horrible, pero sin
lugar a dudas valía la pena el sacrificio.
Cuando llegué a casa casi no podía ni andar y los pies me
dolían espantosamente.
Aun así, al día siguiente me los volví a poner.
Pasé un buen
rato limpiándolos con un producto especial que había adquirido a un precio
desorbitado y volví a salir a la calle, seguro de mí mismo y con la clara intención de
comerme el mundo.
La gente que pasaba a mi lado, inevitablemente, se quedaba absorta mirando con admiración mis
nuevos zapatos relucientes.
“¡Qué elegancia!” me decían llenos de asombro.
“¡Qué brillo y qué clase tienen esos zapatos magníficos!”
añadían.
“Son italianos… ¡Y caros!” respondía yo, lleno de soberbia,
aguantando a malas penas el dolor insufrible que tenía en los pies.
Cuando por fin llegué a casa cojeando, me arranqué con
energía los flamantes zapatos y mis pies, agradecidos, volvieron a la vida. Eso
sí, con unas heridas horribles en los talones.
A la mañana siguiente volví a coger mis excelentes zapatos
de magnífica piel y diseño italiano y los limpié a conciencia con una bayeta
especial, también adquirida a un precio desorbitado.
Cuando estuvieron lo suficientemente brillantes los observé con detenimiento y pude ver mi cara reflejada en ellos, reconociéndome finalmente a mí mismo después de dos días
disfrazado de impostor.
Ceremoniosamente los guardé en su elegante caja y los metí en lo más profundo
del armario, con la firme intención de no volver a verlos nunca más.
Acto seguido recuperé mis viejas zapatillas deportivas y, ahora sí, salí convencido de que iba a comerme el mundo. O al menos a intentarlo...
Al fin estaba de nuevo cómodo y volvía a ser yo, pudiendo así ofrecer la mejor versión
de mí mismo: La del maestro que va siempre en zapatillas y con los cordones habitualmente desatados.
Marcelo Morante
17/XI/2020
💗💗💗💗💗
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