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INÉS TEMPERINA Y LAS ABEJAS

 


Inés Temperina regresaba muy pensativa del colegio. Mientras se dirigía a casa repasaba mentalmente la lección que el maestro había enseñado a los niños ese día.

Pese a los intentos de su profesor, una cosa estaba clara: A Inés Temperina no le gustaban las abejas. Todavía se acordaba del dolor que había sentido en el pie cuando sin querer había pisado una abeja saliendo de la piscina y ésta le había picado.

Sin embargo, tenía que reconocer, que las abejas, según la enseñanza del maestro, poseían una estructura social muy elaborada en la que cada uno de los miembros desarrollaba una función muy precisa.

Para empezar, las abejas desde su nacimiento se clasificaban en tres tipos diferentes: las obreras, los zánganos y la reina.

La reina es la encargada de poner los huevos y, aparte de eso, no tiene mucho más que hacer en todo el día, excepto alimentarse de la jalea real que le proporcionan las laboriosas obreras. Los zánganos por su parte tampoco se matan a trabajar: Su función consiste básicamente en fecundar a la reina, garantizando así la continuidad de la especie.

Sin embargo, las abejas obreras estaban inevitablemente destinadas al trabajo: Tenían que recoger el néctar, limpiar, construir el panal de cera, defender a la comunidad de ataques externos… Y un sinfín de cosas más, mientras que la reina y los zánganos no movían un dedo. Mejor dicho, no movían ni un ala en toda la jornada.

“La reina y los zánganos” imaginaba Inés Temperina, “se deben aburrir muchísimo todo el día encerrados en el panal sin nada interesante que hacer, mientras que las obreras, aunque trabajan sin parar, al menos disfrutan del aire libre y pueden realizar largos viajes para conseguir el alimento”.

A Inés Temperina le había hecho mucha gracia cuando el maestro había dicho a la clase que los zánganos no disponen de aguijón y que en caso de ataque no son de ninguna ayuda.

“Menudos inútiles” pensaba la niña. “Disfrutan de una vida estupenda llena de comodidades y en caso de necesidad no son capaces de echar una mano. No son capaces de arrimar un ala” sonrió feliz por la ocurrencia.

A Inés Temperina no le dio ninguna lástima cuando escuchó que el maestro les decía que en caso de escasez de alimento, las abejas obreras no dudaban en expulsar de la colmena a la mayor parte de los zánganos para poder sobrevivir con las escasas reservas. “Eso les pasa por vagos” reflexionaba mentalmente la pequeña.

Lo que más molestaba a Inés Temperina de la estructura social de las abejas era que, desde su nacimiento, los miembros de la colmena estaban predestinados a una función concreta. La mayoría de las abejas se dedicaban a trabajar infatigablemente, mientras que unas pocas privilegiadas eran básicamente unas mantenidas.

“¡Menuda injusticia!” pensaba mientras continuaba caminando. “Me parece que el mundo de las abejas y el mundo de los humanos se parecen demasiado” sentenció muy seria.

Y mientras abría la puerta de su casa pensó que lo sentía mucho por la abeja obrera que había pisado sin querer al salir de la piscina. Porque hoy había aprendido que las obreras eran, pese al picotazo, las abejas que más simpáticas le caían.

AUDIO 

Marcelo Morante

5/X/2020


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