Érase una vez un gran científico que gracias a la brillantez
de su inteligencia y a su enorme espíritu de sacrificio consiguió desarrollar
un prototipo de lavadora de conciencias.
El planteamiento era, en principio, sencillo. El ingenioso artefacto
debía de ser capaz de limpiar en los pacientes, como si de una lavadora común
se tratase, cualquier atisbo de escrúpulo que impidiese un normal
funcionamiento de la actividad humana.
Una vez resueltos los complejos cálculos y superados los
primeros ensayos en laboratorio, el científico comenzó con las pruebas con
pacientes reales.
La primera persona que se sometió a la lavadora de
conciencias fue un famoso futbolista que en fechas recientes había cambiado su
equipo de toda la vida por la escuadra rival y acérrima enemiga. El futbolista
presentaba claros síntomas de abatimiento y, en el fondo de su corazón, sentía
que estaba traicionando a su afición y a sus más íntimos amigos, todos ellos
forofos de su anterior equipo.
Cuando terminó la sesión con la lavadora de conciencias el
jugador ya no presentaba ningún arrepentimiento y, muy contento, abandonó la
clínica repitiéndose a sí mismo que el aumento de sueldo justificaba la
traición y que los sentimientos de pertenencia a un grupo social, en el fondo,
son una muestra más de debilidad. La máquina, gracias a unas mejoras de última
hora, hizo que el jugador se sintiera tan seguro de su decisión que,
envalentonado, salió por la puerta de la clínica besando el escudo de la
camiseta del nuevo equipo que lo acababa de fichar. Ver para creer.
El segundo caso fue un músico de formación
académica que había recibido una gran oferta económica para grabar un disco de
música que él mismo consideraba una auténtica aberración. El músico, al inicio
reticente, había finalmente aceptado a regañadientes el contrato millonario, pero
de vez en cuando mostraba “síntomas de duda moral con atisbos de agudo avergonzamiento” ya que las letras de las canciones eran tremendamente soeces y
la música terriblemente elemental.
“Un caso difícil” sentenció el científico.
Tras ser sometido al “lavado intenso de conciencia”, el
músico que había vendido su alma al diablo a cambio dinero, salió por la puerta
de la clínica sin mostrar ningún síntoma de arrepentimiento. Es más, dicen los
allí presentes que lo vieron salir bailando y cantando a viva voz el primer
single de su ridículo disco que, eso sí, contenía todos los elementos para alcanzar el número 1 en las listas comerciales de ventas.
A cambio del éxito, el afamado músico nunca más podría volver a pronunciar la letra "R" en sus canciones. “La fama tiene un plesio. Ya tú sabes,
mi blódel” declaró a la numerosa prensa congregada.
El científico, muy satisfecho con la marcha de los
experimentos, escribió en su libro personal de anotaciones: “Segundo ensayo
clínico superado con éxito. El paciente, gracias a la acción de la lavadora de
conciencias, ya no presenta ningún tipo de escrúpulo moral ni de
arrepentimiento”.
El tercer y último ensayo clínico fue un político. Un
político vocacional, al menos al inicio de su carrera, que con el paso del
tiempo había olvidado por completo las obligaciones con sus conciudadanos y había
sucumbido a la corrupción y al delito fiscal.
“Sin duda el caso más complejo” pensó el creador de la
lavadora de conciencias.
La llegada del político vino anunciada por una nube de
periodistas aduladores que acompañaba a todos los sitios al famoso corrupto. Él,
con estudiada indiferencia, ofrecía siempre su mejor sonrisa y, peinado y
vestido de manera impecable, estrechó ceremoniosamente la mano al sorprendido
científico que incrédulo lo esperaba en la puerta del laboratorio.
Muy serio y sin soltar la mano del inventor anunció
ceremoniosamente a la prensa:
-
Me comprometo a llevar a cabo en breve término, si salgo reelegido, la construcción de dos nuevos pabellones en este edificio.
“Mucho más complicado de lo que cabría esperarse” pensaba el
científico entre los aplausos del público.
Antes de llegar a la sala donde se encontraba la máquina
lavadora de conciencias, el pérfido político ya había invitado formalmente a cenar a dos jóvenes enfermeras, pese a ser un hombre oficialmente casado y convencido
conservador, y había ofrecido al atónito científico creador de la prodigiosa lavadora
un puesto muy bien remunerado de “Asesor personal de investigaciones y
laboratorios”.
Cuando llegó el momento del experimento con el ávido
político, la lavadora de conciencias, incapaz de asumir tanta falta de moralidad, empezó a echar humo de una manera descontrolada y a hacer innumerables ruidos
extraños.
La pobre máquina, demasiado sensible y dolorida ante el
egocentrismo de semejante personaje, no paraba de repetir un oscuro veredicto:
-
“Error, error, error. Ausencia de conciencia.”
-
“Error, error, error. Ausencia de conciencia.”
-
“Error, error, error. Ausencia de conciencia.”
Marcelo Morante
26/VIII/2020
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