Dicen que a veces es bueno guiarse por el propio instinto y
no dejarse seducir por las decisiones que a priori parecen más prácticas e
incluso más recomendables.
El campesino sabía que el viejo almendro ya no daría más
frutos, que hacía muchos años que era incapaz de producir almendras y pensaba,
no sin cierta amargura, que lo más sensato sería talarlo y aprovechar la tierra
para sembrar una cosecha mucho más rentable. Por no hablar del dinero que
ganaría vendiendo la leña del enorme almendro centenario.
Dicen que ya estaba afilando su hacha cuando empezó a llorar
de manera inesperada. Que repentinamente se acordó de su padre mientras recogía
las almendras a finales del verano, cuando todavía hacía calor, con un sombrero
de paja en la cabeza y que recordó también a su abuelo que le contaba cómo el
almendro ya estaba allí cuando él había nacido, más de ochenta años atrás.
Dicen que también se acordó, con una gran sonrisa dibujada
en los labios, de aquel día en el que siendo apenas un niño había escrito en
algún lugar del gigantesco tronco del almendro su nombre junto a las iniciales
de su primer amor. Y que ya no pudo más, que se vino abajo.
Era consciente de que los otros agricultores se iban a
burlar de él por sensible y soñador, pero aun así decidió que por una vez iba a fiarse de su propia naturaleza. Cuando terminó de afilar su hacha se dirigió
hacia el almendro y con determinación empezó a cortar varias ramas secas del árbol.
Con ellas construyó un precioso columpio de madera.
Dicen que desde entonces el viejo almendro nunca está solo,
que siempre tiene un montón de niños alrededor y que desde que lo visitan los
pequeños, el árbol está mucho más feliz y que han empezado a salirle nuevas
ramas verdes y ya asoma alguna que otra flor de color rosa.
Normal: Las risas de los niños tienen un enorme poder mágico
y no existe una medicina mejor que observar a los más pequeños mientras vuelan
felices sobre un columpio.
Marcelo Morante
14/VIII/2020
☺☺☺☺
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