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EL PEQUEÑO CASTOR

Érase una vez un pequeño castor solitario que se propuso realizar una presa en un imponente y majestuoso río.

La primera noche, la presa que realizó el castor era demasiado débil y el orgulloso río no empleó demasiado tiempo en destruirla y arrastrarla con su potente corriente.

La segunda noche, el castor seleccionó unos troncos de madera mucho más fuertes y, aunque procedían de un bosque más alejado que los empleados el día anterior, el pequeño roedor no dudó en ponerse manos y patas a la obra y con sus propios dientes taló los árboles. Inició así la construcción de una nueva presa.  

A mitad del trabajo, el río, que bajaba enfurecido por el reciente deshielo, arrancó la presa y se la llevó por delante, dejando al pobre castor de nuevo desconsolado.

La tercera noche el castor pensó en cambiar la estructura de la base de la presa fortaleciéndola con rocas pesadísimas que transportó con enorme fatiga hasta el río.

Nada que hacer: el río destruyó fácilmente de nuevo la presa.

El castor empezaba a sospechar que el orgulloso río se burlaba de él y aunque estaba exhausto su ánimo no decaía. “La constancia es una gran virtud” se repetía así mismo para convencerse. “Además, la construcción del dique es la única posibilidad de seguir con vida que tengo” se decía una y otra vez.

En mitad de la cuarta noche nuestro pequeño castor pensó en cambiar la mezcla que elaboraba para unir los troncos añadiendo resinas que darían una consistencia mayor. Tampoco funcionó.

Cuando llegó la quinta noche, el abatimiento y el pesimismo se habían cebado con el intrépido castor y le impedían razonar con claridad. Los pocos intentos que realizó esa noche carecían de lógica y resultaron mucho más inútiles que los anteriores. Noche tras noche la desesperación del pequeño castor crecía irremediablemente.

Cuando comenzó la sexta noche el castor estaba agotado, ya no podía más. Había cortado decenas de árboles y había transportado troncos y rocas pesadísimas, sin embargo, todos sus esfuerzos habían sido en vano. El río destrozaba fácilmente sus sueños.

La séptima noche el castor realizó una última prueba a la desesperada pero cometió el enésimo error de cálculo y el agua, con una arremetida brutal, arrastró río abajo al pequeño animal junto con los restos de la frágil presa.

Desorientado, el castor, consiguió agarrarse a uno de los troncos y abatido se quedó dormido, dejándose arrastrar a merced de la corriente. Cuando despertó se encontraba en un lugar desconocido donde observó a poca distancia a un grupo de castores que, de manera metódica y ordenada, trabajaban con éxito en la construcción de una nueva presa.

El castor más anciano del grupo se acercó y de manera muy cariñosa le dijo:

- Intuyo tu sufrimiento, mi joven compañero. Si quieres puedes unirte a nosotros, te acogeremos en nuestra humilde familia. Aquí siempre son bienvenidos los castores con ganas de trabajar.

El pequeño castor apesadumbrado le respondió:

- Señor, no puedo ser de ninguna ayuda. Noche tras noche el engreído río destroza mi trabajo. Está claro que no sirvo para esto.

- En eso te equivocas, mi pequeño amigo. Los castores - continuó el anciano - tienen en su naturaleza la construcción de presas. No obstante debes aprender que el río es un enemigo demasiado poderoso para un solo individuo, por eso nosotros siempre trabajamos en equipo. Contigo seremos más fuertes. Nunca olvides tus anteriores intentos fallidos, pues de ellos obtendremos información muy preciosa, aprendiendo de cada error cometido. Todavía no ha nacido el río que pueda frenar a un equipo organizado de incansables castores.

             Y así fue. Cuando se unen muchas pequeñas contribuciones y se renuncia al ego individual, se suelen conseguir grandes hazañas. 


Marcelo Morante

25/VI/2020


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