La dueña de la casa, una anciana vestida toda de negro, le
dijo:
-
Así que usted es el nuevo cartero. Encantado de
conocerle. Yo soy la señora María. Siéntese un poco conmigo, por favor. El
pueblo es pequeño y el sol aprieta. Le traeré algo para refrescarse.
El cartero pensó que era una óptima idea. Casi había
terminado la entrega de correspondencia y le vendría muy bien disfrutar de la
sombra de la morera del patio de la señora María. La anciana volvió con una
jarra de fresca limonada. Sirvió la bebida y continuó diciéndole al cartero:
-
Sepa usted que yo no sé leer. No fui a la
escuela, ya sabe eran otros tiempos, y a estas alturas ya me falla hasta la
vista. Si hiciera el favor de leerme la carta…
-
Faltaría más, María. Será un placer, así le
puedo agradecer su limonada y su amabilidad – contestó feliz el cartero.
El cartero se aclaró la voz y comenzó a leer. Cuando uno
tiene que leer en público, aunque sea para una sola persona, a menudo se siente
una cierta presión. En la carta, la hija de María que vivía en la ciudad se
excusaba por no poder volver al pueblo por el cumpleaños de la madre y sin muchas
florituras prometía hacerle una visita en cuanto pudiera.
La señora María muy triste le dijo al cartero:
-
Lleva diciéndome lo mismo tres años. Yo sé que
no volverá, que está muy ocupada con su trabajo y con su vida. Hizo bien en
alejarse de este pueblo sin futuro pero me apena no poder volver a verla. Ni
siquiera conozco a mi nieto Matías y desde que murió mi marido me siento muy
sola.
El cartero, apenado por la anciana, no supo qué decir. A
veces cuando uno no sabe qué decir es mejor no decir nada. Y así hizo: se
levantó y, agradeciendo el trato recibido, se marchó dejando a María secándose
las lágrimas en su delantal.
Pasaron varios días y la señora María recibió una nueva
carta de su hija.
El cartero, sentado al fresco en el patio de María y
disfrutando de la refrescante bebida ofrecida por la anciana, ojeó distraídamente
la nueva carta. En ella la hija sin preámbulos preguntaba por unos terrenos que
pertenecían a la familia y que quería vender porque necesitaba el dinero
urgentemente para hacer unas reformas en su casa de la ciudad. El cartero, que
tenía alma de escritor y una gran sensibilidad, se sintió incapaz de leer esa
carta a la señora María y decidió improvisar una nueva misiva. Le contó a María
que su hija la echaba mucho de menos, que sentía mucho no haber podido
visitarla todavía y que Matías siempre preguntaba por ella. Que en cuanto
tuviera unos días de vacaciones en el trabajo se quedarían en su casa y podría
por fin conocer a su nieto.
La señora María sonrió feliz por primera vez desde que el
cartero la había conocido.
Pasaban los días y la anciana no recibía más cartas. La hija
de María, enfadada al no recibir respuesta, no volvió a escribir a su madre. Al
cartero escritor se le partía el alma cada vez que pasaba por delante de la
casa de María y no tenía correspondencia que entregar. Así que empezó a
escribir él mismo las cartas para su amiga haciéndose pasar por su hija.
La anciana escuchaba embelesada las nuevas cartas que el
cartero cada poco tiempo le leía. En una de ellas le contaba que su hija
añoraba la vida sencilla del pueblo y la compañía de su madre, que Matías ya
empezaba a leer y que las cosas marchaban estupendamente en el trabajo. En otra
le decía que ahora que estaba llegando la Navidad se hacía más dura la
distancia con su madre y que echaba mucho de menos preparar junto a ella los platos
que cenaban por Nochebuena.
Y así una y otra carta.
A María le brillaban los ojos de la alegría, de esa alegría
que te retuerce por dentro y que te hace llorar de felicidad.
Una mañana, uno de los vecinos de María fue a buscar al
cartero a su oficina para decirle que la anciana había muerto en mitad de la
noche y que había dejado una cosa para él.
El vecino le dijo que María, unos días antes, le había
dictado una carta y que le hizo prometer que se la entregaría al cartero cuando
ella hubiera muerto. El cartero, consternado y entre lágrimas, abrió la carta
que la anciana le había dejado. En ella María le decía:
“Querido amigo, nunca podré agradecerte lo que has hecho por
mí. Has compartido conmigo parte del bien más preciado que tenemos, nuestro
tiempo, y he sido muy feliz cuando me leías las cartas.
No te enfades. Sé que las escribías tú, mi hija nunca fue
tan sensible. Ni siquiera vendrá a despedirme. No la culpo: la eduqué libre y
libremente voló.
Yo soy una ignorante que no sabe leer las palabras escritas en
un papel pero sí sé leer en la mirada y en tus ojos vi claramente la belleza de tu gesto.
Gracias por tu compañía y por hacer más hermoso mi final. Para
eso deberían servir siempre las palabras, para embellecer y mejorar la realidad.”
Marcelo Morante
28/VI/2020
💙💙💙
ResponderEliminarMuy bonito Marcelo. Se te nota "poseído" por el espíritu de Tornatore. Si quieres escuchar más historias, pero reales, de las que me han pasado ésta pandemia, y te apetece, podemos echar una 🍺 una tarde/noche de este julio, en el bar del Auditorio por ejemplo, que ya estoy de "vacas"
ResponderEliminar¡Hola, Antonio!
EliminarMuchas gracias por tus hermosas palabras. Las aprecio mucho, y más viniendo de un cartero de verdad.
Lo de la cerveza fresquita lo veo. Invito yo, a cambio de tus historias.
Un abrazo enorme, amigo.
Ah, soy Antonio, el hermano de Pepe y tío de todos los demás...
ResponderEliminar